jueves, 18 de enero de 2007

LA MISIÓN DE LA IGLESIA


En el siglo XIX, un autor protestante Rodolph Sohm, sostenía su teoría de la inconveniencia del Derecho en la Iglesia sobre dos premisas: la primera: una valoración autónoma de la libertad humana: nadie puede intervenir en la relación personal y privada de Dios con cada persona. La fe, vista así, se convierte es una relación intimista entre Dios y yo, sin ninguna connotación comunitaria, por tanto no cabe en este tipo de Iglesia ningún ordenamiento externo que imponga comportamientos ajenos a la propia conciencia. La segunda: una concepción demasiado positivista del derecho, es decir, el ordenamiento canónico no es más que una invención humana sin ningún sustento en la Revelación.

El lector se preguntará ¿y para donde van con todo esto? La respuesta es muy sencilla: los que piensan que el Derecho Canónico sólo es una tediosa y desespiritualizada forma de estudiar la legislación vigente de la Iglesia, se equivocan del todo. Para daros una pequeña muestra, vamos a dar un pequeño paseo por algun canon, que a nuestra humilde opinión, son unas perlas tanto por la belleza de su composición como por la profundidad del contenido.

El canon 204 parágrafo 1 ofrece una definición concreta y precisa sobre lo que es un fiel cristiano; dice el texto: “Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo”. Si leemos atentamente el texto, saltan a la vista inmediatamente algunos de los grandes temas de la Constitución Dogmática, Lumen Gentium del Concilio Vaticano II: La Iglesia como Pueblo de Dios, el sacerdocio común de los fieles.

Libro II del Código, al que peretenece este canon tiene un título muy sugerente: Del Pueblo de Dios y sigue a los riquísimos textos de la Lumen Gentium Nos. 9 – 17. Si el lector quiere deleitarse con una lectura atenta de los textos conciliares, no perderá el tiempo. Bástenos por ahora elencar algunos trozos que de alguna manera inspiraron la composición del canon en cuestión.

“…fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente…” (LG. 9);

“Los bautizados, en efecto son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezca sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz…”(LG.10);

“Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia” (LG:11).

El canon empieza diciendo “Son fieles cristianos quienes, INCORPORADOS a Cristo…” Tenemos aquí ya un criterio de pertenencia, se es fiel cristiano por un admirable designio de Dios que ha querido unirnos a su Hijo. IN-CORPORADOS; la palabra en sí misma ya es sugerente, somos hechos cuerpo. San Pablo desarrollará esta idea del cuerpo de Cristo (1Co 12,12-29), pero fijemos nuestra mirada en el 1Co 12,27: “Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno a su modo”. No es por tanto una invención del Concilio, ni un juridicismo de la Iglesia cuando se afirma, que por el bautismo se pertenece a la Iglesia de Cristo, que es su cuerpo. Esta incorporación no es un acto privado entre el sujeto y Dios, sino que se integra en una comunidad de fieles que se constituyes unos miembros de otros.

“…Se integran en el Pueblo de Dios…” El concilio ha delineado una nueva manera de ver el rostro de la Iglesia. Aunque la imagen del Pueblo de Dios hunde sus raíces en el AT, su utilización en la eclesiología trae consigo connotaciones teológicas muy importantes: Ya no se piensa tanto la Iglesia como una “sociedad perfecta”, y por tanto estratificada según el “modo” de ser en la Iglesia, sino que se subraya la “igualdad radical”. Esto no quiere decir la desvirtualización del carácter jerárquico de la Iglesia, Dios nos libre. Esto quiere decir que todos los fieles: clérigos y laicos, compartimos una igualdad en la raíz: Por el BAUTISMO somos todos INCORPORADOS a Cristo y miembros del único pueblo de Dios, que es su Iglesia, más concretamente, somos todos iguales en DIGNIDAD y ACCIÓN.

“…y hechos partícipes A SU MODO por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición…” Se aborda aquí el importantísimo tema del sacerdocio común de los fieles. Será tema de otro artículo; baste por ahora sugerir al lector se remita al número 11 de la Lumen Gentim, allí encontrará claramente expuesto lo que piensa la Iglesia al respecto. Pero si queremos subrayar dos aspectos: el texto dice “cada uno”, individualiza la participación del fiel en este sacerdocio bautismal, no es una característica de algunos pocos, sino que involucra a todos los bautizados, no importando su condición social, ni si estrato económico, ni si es hombre o mujer, etc. Dios ha querido la diversidad en su pueblo. Diversidad de culturas, de razas, de colores y ha querido hacer partícipe a cada uno de este don inmenso del bautismo. No somos, por tanto, en la Iglesia un número anónimo, ni una masa informe, cada uno de los miembros es querido y pensado por Dios en su designio salvífico. Otro aspecto que quisiéramos remarcar es aquello de “según su propia condición”, se incluye aquí un criterio diferenciador, esto quiere decir que hay diferentes “condiciones” de pertenecer a este pueblo, nos encontramos con la diferencia esencial. El Ministerio ordenado se diferencia ESENCIALMENTE del sacerdocio común de los fieles y no sólo en grado. El número 32 de la ya citada Constitución Dogmática explicará bellamente esta diferencia, a ella nos remitimos.

Y por último termina el texto del canon señalando que “…son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo”. Por tanto, la pertenencia de cada fiel a la Iglesia no se realiza exclusivamente para su propia salvación personal, como un seguro de vida, o como la única tabla de salvación. El bautismo implica para el fiel cristiano una misión que cumplir, no se bautiza a alguien para sí mismo; el cristiano es un ser en misión. Y esta misión no es encomendada en virtud de los méritos personales, sino que mira a cumplir aquel encargo recibido en el monte de la Ascensión: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…” este mandato lleva en si una promesa, que es lo que garantiza que esta misión no es invento de la Iglesia: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,16ss).