miércoles, 1 de agosto de 2007

EL LATIN EN LA MISA ¿UN PASO ATRÁS?


Hace relativamente poco el Santo Padre hizo público un Motu Proprio por que autoriza la celebración de la Eucaristía utilizando el misal promulgado por Juan XXIII. Muchas voces se han levantado alarmando a los fieles sobre un posible retroceso en el camino de renovación litúrgica ya recorrido, que el Papa quiere volver a los usos de latín solo para echar por tierra el Concilio Vaticano II. Nada más lejos de la realidad. El que conozca un poco de la historia de este problema sabrá que este es un estupendo paso adelante en el interés ecuménico del Papa por lograr la unidad.


Es de todos conocido el doloroso cisca provocado por un obispo francés, que, apartándose de la renovación teologico-litúrgica del Concilio, quiso llevar adelante la vida espiritual de una porción del pueblo de Dios que no se encontraba a gusto con lo sucedido en la Iglesia. El cisma lefreviano golpeó duramente la vida de la Iglesia, cuando su causante ordenó sin mandato pontificio u dos obispos para darle continuidad a dicho movimiento.


Los trabajos vaticanos por hacer que Lefevre no hiciera dicho acto fueron incesantes, incluso el Papa había aceptado darle un obispo a dicha comunidad para que la ordenación se hiciera según el CIC, pero la comunicación entre la Santa Sede y Lefevre poco éxito tuvo. Se celebró la ordenación episcopal irregularmente y la sanción era de esperarse, excomunión para los ordenantes y los ordenados.


Este doloroso momento llevo consigo ciertas consecuencias. No se veía muy bien que algún sacerdote católico o algún grupo de fieles plantease la posibilidad de celebrar la liturgia por el misal anterior -aunque dicho sea de paso nunca fue derogado- dicha petición se relacionaba con las actitudes cismáticas de Lefevre. Muchas veces este prejuicio causó serios daños a la plena comunión de algunos fieles.


La disposición pontificia de la que estamos hablando echa por tierra dichos prejuicios y abre la puerta a que cualquier sacerdote con un grupo de fieles celebren la Eucaristía sin ningún problema, utilizando el misal anterior a la reforma.


Es muy sugerente la expresión que utiliza el papa: "el Misal Romano promulgado por San Pío V y nuevamente por el beato Juan XXIII debe considerarse como expresión extraordinaria de la misma "Lex orandi" y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo..." Las palabras no podría expresar mejor el contenido de esta verdad. La misión específica del oficio primacial es el de garantizar la unidad, en la fe, en los sacramentos y en el régimen eclesiástico, como expresiones positivas del plena comunión con la Iglesia católica. Por tanto el uso de dicho misal debe considerase como una expresión EXTRAORDINARIA, de la lex orandi, que configura la unidad en el lo que se ora en la Iglesia Universal.


Ninguna forma de actuar en la Iglesia es desechada y considera mala solo porque ha cesado su uso por el cambio de los tiempos, sino que entra formar parte de lo que llamamos en la Iglesia la TRADICIÓN, de la que se saca siempre las mejores lecciones para el futuro.


Por tanto, permitir la celebración de la Eucaristía según el misal de Pío V sin tener que pedir permiso a la Santa Sede expresa de la mejor forma la idea antedicha. Esto nos debe enseñar a que la Iglesia nada se destruye como malo, solo porque los tiempos hayan cambiado y requieran nuevas formas de acercar la verdad de Cristo a los hombres.


La fe de la Iglesia se hace presente de manera peculiar en la celebración eucarística en la que se puede expresar comunión de los fieles, por tanto, si para ello ayuda la forma como se celebre, no hay que ahorrar esfuerzos para llegar a dicha meta.

lunes, 19 de marzo de 2007

¿SOMOS TODOS IGUALES EN LA IGLESIA?


Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo” (canon 208)

En esta ocasión echaremos un vistazo al c. 208 que explica muy bien el c. 204 al que hemos dedicado nuestra atención últimamente. Estos cánones están sacados, casi literalmente de dos textos conciliares: Lumen Gentium 32 y Gaudium et Spes 49, 61. El cano quiere ser la traducción a lenguaje jurídico de la idea que tiene la Iglesia sobre sí misma. Pero vayamos a los textos del Vaticano II y admiremos su riqueza en tema tan importante, la igualdad de los files en la Iglesia:

Por designio divino, la santa Iglesia está organizada y se gobierna sobre la base de una admirable variedad” (LG. 32). Ya tenemos dos elementos a destacar; la variedad de condiciones y vocaciones en la Iglesia ha sido querida por Dios, y que el gobierno también es de institución divina. Esto quiere decir que en estas cuestiones la Iglesia no tiene potestad de cambiar nada. Las voces que surgen siempre sobre la necesidad de democratizar el gobierno, con la idea errónea de hacerlo más participativo, no tienen claro que la constitución jerárquica de la Iglesia le viene dada por Dios y no como un simple resultado de la organización humana.

Cuando San Pablo comparó a la Iglesia con el cuerpo introdujo un concepto nuevo de entender el poder, este como servicio. La diversidad de miembros unidos por una compleja red de relaciones de necesidad, hace que el cuerpo viva y desarrolle todas sus capacidades. Cuando el cerebro gobierna las funciones de cada parte del cuerpo, no lo hace con interés propio, ni despóticamente, sino que gobierna en pos del bien común. Genial fue la idea paulina de pensar la Iglesia de esta manera.

Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo” (LG,32c). Dos temas a destacar de esta frase conciliar: la dignidad de todos los fieles y la regeneración en Cristo. Hay en la Iglesia una verdadera igual de todos sus miembros en virtud de su dignidad, pero estoy muy seguro que hablamos mucho de ella pero poco sabemos en qué consiste. La dignidad a la que se refiere el texto hace referencia a la adopción filial recibida en el bautismo. En virtud del sacramento Dios nos hace hijos suyos. Parecen palabras ya conocidas, pero nunca tomadas en serio. La dignidad humana no es un elemento externo a él, sino que le viene dado desde el miso momento de la creación, porque Dios ha querido crearnos “a su imagen y semejanza” (Gn 1,26). Además hechos sido hechos partícipes de la muerte y resurrección de Cristo y por tanto miembros de su cuerpo. Pero nuestra dignidad radica fundamentalmente en que “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios” (GS. 18). Bellamente lo explicaba Santa Catalina de Siena: “¿Qué cosa o quién, fuel el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar de tu Bien eterno” (Diálogo 4,13).

El Concilio ha elencado los términos de dicha igualdad: “… común la gracia de la filiación, común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad” (LG. 32c), creo que con estas palabras tenemos suficiente información al respecto.

Vamos a detenernos por ahora en este punto, nos quedan en el tintero varios asuntos de este canon: La igualdad de la acción de los fieles en la Iglesia, la propia condición y oficio y la cooperación en la edificación del Cuerpo de Cristo. Temas estos que trataremos en la próxima oportunidad.

domingo, 25 de febrero de 2007

EN PLENA COMUNIÓN CON LA IGLESIA


Abordaremos un tema que cobra cada vez mayor actualidad en medio de esta sociedad post-moderna que vive el cristianismo como si sólo fuera un barniz exterior, con el cual se pude hacer algún tipo de trato para dar realce a algunas celebraciones (los bautismos y las bodas) o para de vez en cuando ir a despedir a una familiar o algún amigo (funerales) o simplemente para ir a visitar sus templos como si fueran museos o se han vuelto espectaculares saleas de banquetes, como sucede con muchas capillas de antiguos monasterio que han caído en manos de “particulares”; en fin, todos conocemos de sobra lo que pasa en nuestro tiempo.

Adentrémonos en el canon 205. Os invito a leer el texto muy despacio, veréis como afloran inmediatamente los temas de los que hablaremos hoy: “Se encuentran en plena comunión con la Iglesia Católica, en esta tierra, los bautizados que se unen a Cristo dentro de la estructura visible de aquélla, es decir, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del régimen eclesiástico”.

Lo primero que salta ala vista son dos palabras que hay que entender muy bien PLENA COMUNIÓN, son ellas la clave de interpretación de todo el texto del canon. Muchos ya se preguntarán ¿qué significa estar en plena comunión? Plena, completa, llena; lo contrario de parcial, incompleto, vacío. La unión con Cristo exige que nuestra vinculación con su cuerpo sea de esta manera. No se puede estar dividido o tener reservas. En este punto si que no hay término medio, o se es o no se es. La comunión ha sido muy mal entendida, sobre todo después del Concilio. La comunión en la Iglesia va mucho más allá que una simple adhesión afectiva, al contrario, involucra todo nuestro ser, intelecto y voluntad. Estos tres elementos debes coincidir unánimes en la unión que es común unión. Así lo ha querido Dios, que caminásemos unidos en un “pueblo”, no separadamente, cada uno por su lado buscándose la vida, sino pensó en la Iglesia como una unión de personas concretas, servidas por al jerarquía y alimentada por los dones sagrados del Espíritu Santo.

Algunos pensarán que está íntima unión debe ser con Cristo y no con un instrumento tan frágil como lo es la Iglesia. Pero San Agustín nos ayuda a clarificar este concepto cuando dice “…la Iglesia nada puede hacer sin Cristo, pero Cristo nada quiere hacer sin su Iglesia”. Por tanto es voluntad divina que los cristianos expresen, por decirlo de alguna manera, su unión con la cabeza, a través de la “Iglesia católica, en esta tierra”. Es una Iglesia concreta, no es una idea abstracta, sino que está “en esta tierra”, a través de personas concretas, de instituciones concretas, en una palabra, que se puede ver, sentir y oír. No hay que olvidar que también existe la Iglesia del cielo, aquellos hermanos nuestros que nos han precedido en el “signo de la fe”.

Todo lo anterior ha enmarcado muy bien lo que viene a continuación, que puede sonar a algo organizativo: dirá el canon que se encuentran en plena comunión con la Iglesia católica, en esta tierra, “los bautizados”, por tanto, tenemos aquí ya el elemento constitutivo, lo que configura y da consistencia a la comunión eclesial: el sacramento del bautismo. Quiero que nos demos cuenta de una cosa muy importante, en canon no distingue en este momento los diferentes “modos” de ser en la Iglesia, es decir clérigos, laicos y religiosos, sino que se refiere a todos por igual. La exigencia de la comunión plena no es mayor para algunos y algo atenuada para otros. Por el bautismo todos estamos llamados a hacer unir nuestra inteligencia, voluntad y afectividad a Cristo, a través de una “estructura visible”.

Concluye el canon describiendo cuales son los elementos de esa “estructura visible antedicha.:El primero de ellos la PROFESIÓN DE FE, es vital para el cristiano la comunión en lo que cree y para ello la Iglesia a través del Romano Pontífice, le brinda un servicio de garantía, es decir, que la Iglesia, a través del papa y de los obispos, garantizan a cada cristiano de cualquier tiempo y de cualquier cultura, que lo que le ha enseñado a través de la instrucción catequética, es conforme a la verdad revelada por Dios en la Escritura. Los SACRAMENTOS. Signo visible de la unión con Dios, los sacramentos expresan la fe antedicha. Por tanto, no puede haber un católico que diga que vive la fe de la Iglesia expresada en la profesión de fe y que no viva los sacramentos. Es una contradicción “in términis” es decir en sí misma. Los sacramentos, y aclaro TODOS los sacramentos, son necesarios para la salvación. Por tanto no pueden surgir dudas sobre la necesidad de celebrar cada uno de ellos, en el momento conveniente y necesario. Y por último el RÉGIMEN ECLESIASTICO. Decía San Juan de la Cruz, “para ir a donde no se sabe, hay que ir por donde no se sabe”. Por eso la Iglesia es Madre y Maestra, decía Juan XXIII. SI vamos a donde no sabemos, necesitaremos a alguien que nos indique el camino. La iglesia nos presta este servicio a través de sus normas. Ella no quiere ser más que la concretización de la voluntad de Cristo, de conducir a todos al padre.

En conclusión. Un cristiano no puede vivir plenamente la comunión en la Iglesia cuando no se apoya en este trípode sobre la que se apoya. No son auténticas, por tanto, aquellas expresiones que se oyen con frecuencia: Cristo si la Iglesia no, o yo creo en Dios pero no los curas, o esta otra que es del todo inaceptable: yo soy cristiano, pero no practicante, es decir no voy a misa ni frecuento los demás sacramentos. Viviendo así nuestra la salud de nuestra vida interior corre serios riesgos. Cristo ha querido que vivamos unidos a la Iglesia, ya que ella es en el mundo “como un sacramento de salvación” (Lumen Gentium 1).

jueves, 18 de enero de 2007

LA MISIÓN DE LA IGLESIA


En el siglo XIX, un autor protestante Rodolph Sohm, sostenía su teoría de la inconveniencia del Derecho en la Iglesia sobre dos premisas: la primera: una valoración autónoma de la libertad humana: nadie puede intervenir en la relación personal y privada de Dios con cada persona. La fe, vista así, se convierte es una relación intimista entre Dios y yo, sin ninguna connotación comunitaria, por tanto no cabe en este tipo de Iglesia ningún ordenamiento externo que imponga comportamientos ajenos a la propia conciencia. La segunda: una concepción demasiado positivista del derecho, es decir, el ordenamiento canónico no es más que una invención humana sin ningún sustento en la Revelación.

El lector se preguntará ¿y para donde van con todo esto? La respuesta es muy sencilla: los que piensan que el Derecho Canónico sólo es una tediosa y desespiritualizada forma de estudiar la legislación vigente de la Iglesia, se equivocan del todo. Para daros una pequeña muestra, vamos a dar un pequeño paseo por algun canon, que a nuestra humilde opinión, son unas perlas tanto por la belleza de su composición como por la profundidad del contenido.

El canon 204 parágrafo 1 ofrece una definición concreta y precisa sobre lo que es un fiel cristiano; dice el texto: “Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo”. Si leemos atentamente el texto, saltan a la vista inmediatamente algunos de los grandes temas de la Constitución Dogmática, Lumen Gentium del Concilio Vaticano II: La Iglesia como Pueblo de Dios, el sacerdocio común de los fieles.

Libro II del Código, al que peretenece este canon tiene un título muy sugerente: Del Pueblo de Dios y sigue a los riquísimos textos de la Lumen Gentium Nos. 9 – 17. Si el lector quiere deleitarse con una lectura atenta de los textos conciliares, no perderá el tiempo. Bástenos por ahora elencar algunos trozos que de alguna manera inspiraron la composición del canon en cuestión.

“…fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente…” (LG. 9);

“Los bautizados, en efecto son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezca sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz…”(LG.10);

“Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia” (LG:11).

El canon empieza diciendo “Son fieles cristianos quienes, INCORPORADOS a Cristo…” Tenemos aquí ya un criterio de pertenencia, se es fiel cristiano por un admirable designio de Dios que ha querido unirnos a su Hijo. IN-CORPORADOS; la palabra en sí misma ya es sugerente, somos hechos cuerpo. San Pablo desarrollará esta idea del cuerpo de Cristo (1Co 12,12-29), pero fijemos nuestra mirada en el 1Co 12,27: “Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno a su modo”. No es por tanto una invención del Concilio, ni un juridicismo de la Iglesia cuando se afirma, que por el bautismo se pertenece a la Iglesia de Cristo, que es su cuerpo. Esta incorporación no es un acto privado entre el sujeto y Dios, sino que se integra en una comunidad de fieles que se constituyes unos miembros de otros.

“…Se integran en el Pueblo de Dios…” El concilio ha delineado una nueva manera de ver el rostro de la Iglesia. Aunque la imagen del Pueblo de Dios hunde sus raíces en el AT, su utilización en la eclesiología trae consigo connotaciones teológicas muy importantes: Ya no se piensa tanto la Iglesia como una “sociedad perfecta”, y por tanto estratificada según el “modo” de ser en la Iglesia, sino que se subraya la “igualdad radical”. Esto no quiere decir la desvirtualización del carácter jerárquico de la Iglesia, Dios nos libre. Esto quiere decir que todos los fieles: clérigos y laicos, compartimos una igualdad en la raíz: Por el BAUTISMO somos todos INCORPORADOS a Cristo y miembros del único pueblo de Dios, que es su Iglesia, más concretamente, somos todos iguales en DIGNIDAD y ACCIÓN.

“…y hechos partícipes A SU MODO por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición…” Se aborda aquí el importantísimo tema del sacerdocio común de los fieles. Será tema de otro artículo; baste por ahora sugerir al lector se remita al número 11 de la Lumen Gentim, allí encontrará claramente expuesto lo que piensa la Iglesia al respecto. Pero si queremos subrayar dos aspectos: el texto dice “cada uno”, individualiza la participación del fiel en este sacerdocio bautismal, no es una característica de algunos pocos, sino que involucra a todos los bautizados, no importando su condición social, ni si estrato económico, ni si es hombre o mujer, etc. Dios ha querido la diversidad en su pueblo. Diversidad de culturas, de razas, de colores y ha querido hacer partícipe a cada uno de este don inmenso del bautismo. No somos, por tanto, en la Iglesia un número anónimo, ni una masa informe, cada uno de los miembros es querido y pensado por Dios en su designio salvífico. Otro aspecto que quisiéramos remarcar es aquello de “según su propia condición”, se incluye aquí un criterio diferenciador, esto quiere decir que hay diferentes “condiciones” de pertenecer a este pueblo, nos encontramos con la diferencia esencial. El Ministerio ordenado se diferencia ESENCIALMENTE del sacerdocio común de los fieles y no sólo en grado. El número 32 de la ya citada Constitución Dogmática explicará bellamente esta diferencia, a ella nos remitimos.

Y por último termina el texto del canon señalando que “…son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo”. Por tanto, la pertenencia de cada fiel a la Iglesia no se realiza exclusivamente para su propia salvación personal, como un seguro de vida, o como la única tabla de salvación. El bautismo implica para el fiel cristiano una misión que cumplir, no se bautiza a alguien para sí mismo; el cristiano es un ser en misión. Y esta misión no es encomendada en virtud de los méritos personales, sino que mira a cumplir aquel encargo recibido en el monte de la Ascensión: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…” este mandato lleva en si una promesa, que es lo que garantiza que esta misión no es invento de la Iglesia: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,16ss).

viernes, 5 de enero de 2007

EL LUGAR DEL DERECHO CANONICO

"...muchas veces se ha perdido y se pierde de vista que el Derecho Canónico pertenece como un valor al contenido de la fe y que por eso sólo puede afrontarse correctamente manteniéndolo dentro del ámbito del método propio de la teologia, para la cual el objetum quo es la revelación"

La frase anterior está tomada del libro "Teologia y Derecho" de Antonia Maria Rouco Varela, esta formulada como una pregunta ante la crisis del Derecho canónico, suscitada en la etapa postconciliar. Durante un buen periodo de tiempo muchos teólogos y canonistas se preguntaban sobre el fudamento sobre el cual se podría justificar la exietencia de Derecho en la Iglesia, siendo esta una institución carismática, el derecho, el ordenamiento, puede que no tenga una cabida legítima.
Pero la Iglesia, además de hacer presente la acción salvífica de Cristo en los hombres del siglo, también tiene un componente humano. Pero me resisto a acudir a la tesis de algunos sobre el carácter societario de la Iglesia, para justificar el derecho. Algunos teólogos y canonistas han caido en la tentanción de acudir a ciencias ajenas a la teología para poder explicar sus conceptos mas internos, puede ser por el temor siempre latente de no ser entendidos con claridad.
"Mundanizar" la teología es una tentanción que un buen teologo sabe evitar para no desvirtuar la riqueza del mensaje cristiano, ni siquiera con interses metodológicos. Lo mismo sucede con la ciencia canónica. No es necesario importar de otras ciencias criterios de interpretación ni mucho menos justificantes de teorias. Nada mas peligroso.
El Derecho Canonico tiene un "habit", un lugar vital en el que se desarrolla y solo allí se entiende y se plenifica su contenido, creo con alguna certeza que desvincular al Derecho Canónico del ámbito teológico se puede conciderar una alta traición a su naturaleza y fines. Por tanto, señores canonistas, no nos salgamos de nuestro lugar propio y las cosas marcharán muy bien.
Los contenidos de la fe, tutelados por las normas concretas del derecho vigente deben ser el objeto de estudio del canonista en los tiempos que corren, para aplicarlos en la vida eclesial concreta. Con un método propio, pero con contenidos cuya fuente sea ala Revelación, así ha sucedido en la larga historia del Derecho en la Iglesia.