lunes, 4 de febrero de 2008

Spe Salvi, una Escuela para aprender la Esperanza Cristiana

Quienes hemos seguidos la larga producción teológica del Papa Benedicto XVI estamos acostumbrados a la sencillez del lenguaje a la vez que conectamos con la profundidad de sus ideas. La nueva Encíclica no es excepción. Hablar sobre la Esperanza Cristiana en medio de una sociedad que ha perdido el sentido de la trascendencia y solo vive el “aquí” y el “ahora” ensancha el horizonte que la mentalidad antedicha ha tratado de sellar a cal y canto. Para qué invitar a los hombres a mirar al cielo como esperanza de vida si tiene lo que quiere aquí en la tierra. De alguna manera pensamos como lo hacía el ya acabado comunismo: pongamos una bóveda de cemento encima de nuestras cabezas, así nos comprometeremos con nuestros semejantes y haremos de este mundo algo más solidario. Pero éste idea resultó ser del todo desastrosa. Los países comunistas comprobaron en carne propia: un hombre sin esperanza no vive, no se compromete, ni mucho menos es solidario. Si vivimos sólo para esta tierra, pues no vale la pena sacrificarse por nada.

Es difícil seleccionar algo en concreto de lo que el Papa dice en el texto recién publicado, pero me gustaría detenerme en el punto número 33 de la Encíclica que dice lo siguiente:
“Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don]».

Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados.

Aunque Agustín habla directamente sólo de la receptividad para con Dios, se ve claramente que con este esfuerzo por liberarse del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para Dios, sino que se abre también a los demás. En efecto, sólo convirtiéndonos en hijos de Dios podemos estar con nuestro Padre común. Rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a reconocerlas también. « ¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta », ruega el salmista (19[18],13). No reconocer la culpa, la ilusión de inocencia, no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia, la incapacidad de reconocer en mí el mal en cuanto tal, es culpa mía. Si Dios no existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, porque no hay nadie que pueda perdonarme, nadie que sea el verdadero criterio. En cambio, el encuentro con Dios despierta mi conciencia para que ésta ya no me ofrezca más una autojustificación ni sea un simple reflejo de mí mismo y de los contemporáneos que me condicionan, sino que se transforme en capacidad para escuchar el Bien mismo”.

El contexto de este punto 33 al que tratamos de acercarnos un poco más, hace referencia a los lugares donde se puede aprender la Esperanza, en primer plano el Papa nos propone la Oración “como escuela de la esperanza”. En el número anterior la certeza de la compañía de Dios en la oración encuentra una nueva forma de expresión, la oración espera lo que suplica, “El que reza nunca está totalmente solo…” no hace el Papa un tratado sobre la oración, solo la pone en contacto con la esperanza de una manera muy sencilla y fácil de entender.
Pero entremos ya en materia y resaltemos las ideas que destacan:

Siguiendo las enseñanzas de San Agustín, el Papa definirá la esperanza como “el ejercicio del deseo”. Relacionar la esperanza con el deseo resulta ser muy beneficioso para nuestro entendimiento. Captamos mejor las acciones de los verbos que las demás formas gramaticales. Desear es un movimiento del alma hacia lo que le apetece, es un movimiento afectivo. De alguna manera hay que amar lo que se desea, esta forma de amar va unida al anhelo vehemente. El que desea no posee ya lo que desea, sino que lo anhela, lo espera. La oración será por tanto el ejercicio del alma que busca poseer lo que desea. Así las cosas, la oración, que el Obispo de Hipona pone ante nuestros ojos, es una forma activa esperar, es un “ejercicio” de amar (desear) a Dios, que no se posee en plenitud.

Nuestro ser está limitado por la fragilidad humana, herida por el pecado, ama (desea) de forma imperfecta, limitada si cabe. En nuestro corazón, afirma el santo, es estrecho para contener lo que se le entrega, por eso Dios retarda su don para ensanchar el deseo que a su vez ensancha el corazón para hacerlo capaz de Él. Ensanchar, dilatar, extender, aumentar la anchura. Nuestro corazón se acostumbra a contener cosas muy pequeñas, sentimientos, sensaciones, afectos, buenos todos pero que no logran colmar nuestro deseo de amor. Algunos lo llaman el “vacío afectivo” que todos llevamos en nuestra vida y que buscamos llenar con las cosas de este mundo (bienes, amores, sexo, poder, entre otras cosas). Lo malo no es la búsqueda desordenada de estas cosas, sino que ellas no “sacian”, al contrario empequeñecen nuestra vasija y la hacen incapaz de contener nada más. Dios, retardándose, ensancha el corazón, ayudando a vaciarnos de estas cosas y aumenta el espacio en el alma. La esperanza servirá pues de “dilatador” del alma estrecha por la pequeñez de las cosas que contiene.

Y lo mejor de este número es la sencilla y cotidiana imagen del vinagre y la miel. Los acontecimientos de la vida llenan la existencia de vinagre: los miedos, las inseguridades, los fracasos, los rechazos, los pecados, los errores, la muerte. Factores que producen vinagre en mayor o menor cantidad según la propia experiencia. Los odios, los rencores, la búsqueda de la propia satisfacción, en fin, la lista podrías ser infinita de los grandes productores de vinagre. La miel, sin embargo es mucho mas escasa, se requiere trabajo y esfuerzo para producirla (sino que se lo pregunten a las abejas). Cuando el cristiano tiene un encuentro personal con el amor de Dios a su vida, se percata que su vasija ha sido un buen productor de vinagre que le ha amargado la existencia y que los momentos de dulzura han sido escasos. Dice San Agustín que “Dios quiere llenarte de miel”. Desea Dios nuestra felicidad más que nosotros mismos. La ternura de Dios hacia su creatura no tiene límite, el salmista lo afirma categóricamente “siente el Señor ternura por su fieles, por los que esperan en su misericordia”. Nuestras miserias nos ha producido amargura. En donde pensábamos que nuestras expectativas se podrían saciar, en realidad solo hemos cosechado amarguras. Esperar en la misericordia de Dios, en anhelar ser “vaciado” del vinagre de nuestros pecados y recibir la ternura de Dios que es su misericordia. San Pedro experimentó es su carne lo que significa este vaciamiento: con la mirada de amor de su Maestro su corazón se vació del vinagre de la traición y se lleno de la miel de la ternura de Jesús que lo “amó hasta el extremo”. En la escuela de la esperanza, Dios nos enseñará a vaciar el corazón para llenarlo de su presencia amorosa que colma todos los anhelos del hombre de todos los tiempos.
El Papa nos advierte que el trabajo de eliminar el vinagre para que Dios nos llene de la miel de su ternura es un “esfuerzo” que muchas veces resultará “doloroso”. Tenemos una idea muy elevada de nosotros mismos y creemos, pensamos que somos unas buenas abejas que vamos produciendo miel y repartiéndola a los que nos rodean, pero en realidad la miel que producimos es muy poca comparada con la cantidad de vinagre que mana del corazón. Casi nos tienen que obligar a entrar en nosotros mismos. Por propia voluntad viviríamos todo el tiempo fuera de nuestra vida, alienados en las diversiones externas. Dios nos ayudará en la escuela de la esperanza a aprender a conocernos y aceptarnos,:necesitados y limitados. Doloroso resulta el esfuerzo de sacar de la vida el vinagre producido para dejar el espacio a la miel. No es necesario recordar que la miel no se produce de forma silvestre sino que es un don de Dios, la miel es de Dios no es nuestra. Por lo tanto si algo de dulzura tenemos no es producción propia. Doloroso resulta aceptar esto, más cuando nos bombardean con los engañosos sofismas de la “autoestima”. La mejor estima es la que Dios tiene hacia nosotros, entregándonos a su hijo “en propiciación por nuestros pecados”.

El Papa termina el número 33 enseñándonos a rezar. Sus propuestas no son abstractas sino que nos invita a purificar las actitudes concretas a la hora de entablar un dialogo con Dios. En resumidas cuentas nos invita a tener en cuenta que:
No se puede rezar contra otro
No se puede pedir cosas superficiales y banales
Hay que liberarse de las mentiras ocultas con las que nos engañamos a nosotros mismos (tener conciencia de las propias limitaciones). Como ejemplo la oración del publicano en el templo.
Hay que escuchar al Bien mismo en lo íntimo de la conciencia.
Que esta pequeña aproximación os anime a leer la encíclica y dejaros sorprender por ella, no vale darse por bien servidos leyendo estas líneas. El que lo haga que sepa que se pierde de un magnífico texto que le ayudará a encontrase con la dulzura de la miel del amor de Dios manifestado en su Hijo Jesucristo.

El matrimonio cristiano

Los tiempos actuales apremian a los cristianos a revisar las concepciones sobre el matrimonio cristiano. No para cambiar sus fundamentos teológicos sino para revivir las verdades que desde siempre ha defendido la Iglesia con el fin de dar sentido a la realidad conyugal, que desde siempre ha existido. La crisis actual que atraviesa el matrimonio y la familia fue muy bien definida por el Papa Juan Pablo II en el discurso ala Rota Romana del 1 de febrero de 2001, en aquella ocasión el pontífice decía: “Uno de los desafíos más arduos que afronta hoy la Iglesia es el de una difundida cultura individualista que, como ha dicho muy bien monseñor decano, tiende a circunscribir y confinar el matrimonio y la familia al ámbito privado”.

¿Cuáles son las consecuencias de dicha privatización? Que cada persona puede configurar a su acomodo lo que piensa que es un matrimonio: facilidad de disolución, exclusión de los hijos, intereses personales. La finalidad del matrimonio en el panorama actual podría definirse como la búsqueda de la satisfacción afectiva sin tener en cuenta la necesidad de entregarse. La peor crisis del matrimonio radica en esto, cuando los conyugues no están preparados para amar a la otra persona por encima de sí mismo.

Una de las mejores definiciones de matrimonio la encontramos en el Código de Derecho canónico que repite la que dio el Concilio Vaticano II en la Constitución Gauden et Spes. Leamos el texto del Código, canon 1055 P1. “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados”. Sobre este canon se han escrito bibliotecas enteras porque el legislador ha condensado es pocas frases toda al teología al respecto. Sería muy largo de comentar este canon en tan pocas líneas por lo que me limitaré a subrayar brevemente algunas cosas. Un detalle curioso antes de entrar en materia, en el código de 1917 no contenía ninguna definición del matrimonio. En aquella época no era necesario, todos lo tenían bien claro, la sociedad de la época no dudaba en qué consistía el matrimonio, parece que ahora si lo necesitamos.

El matrimonio es definido por el legislador primeramente como una ALIANZA, quedan atrás la viejas discusiones sobre si es un contrato o una institución y el legislador recurre a una palabra muy bíblica además que expresa muy bien los que significa el matrimonio cristiano. Una alianza implica la unión de dos voluntades libres para un mismo fin. Lo primero que hay que subraya es la necesidad de la libre voluntad y otra cosa más al respecto, la voluntad interna debe coincidir con la manifestación externa de dicha voluntad. Sucede muy a menudo en nuestra condición humana, que simulamos, no siempre las cosas que queremos son las que decimos. Si el matrimonio lo constituye el consentimiento matrimonial, es decir la expresión pública de un deseo interno, entonces esta idea de la alianza resulta iluminadora para entender esta realidad natural.

Ahora veamos los elementos esenciales:

- consorcio para toda la vida
- entre un hombre y una mujer
- ordenado por su índole natural para: el bien de los cónyuges yla generación y educación de lo hijos

Solo voy a detenerme un momento en los fines del matrimonio, para que nos quede claro que no se puede cargar las tintas en ninguno de los dos por separado, la finalidad del matrimonio no es solamente la procreación, como se ha señalado con insistencia para contradecir la separación entre sexualidad y procreación. El matrimonio tiende también a propiciar el bien de los esposos. Habría que definir en qué cosiste este BIEN del que habla el canon. Baste con decir que el bien al que tiende todo cristiano es la unión con el creador, es decir la salvación traída por el misterio pascual de Cristo. Los esposos, a través de la alianza nupcial se unen al misterio de Cristo a través del amor conyugal a través de la cual se entregan y se reciben el uno al otro a la medida del don de la gracia, es decir amándose cono Cristo ha amado a la Iglesia, “hasta el extremo” Pero no olvidemos que el siguiente fin del matrimonio es la GENERACIÓN y EDUCACIÓN de los hijos. A los novios en el día de su boda, el ministro de la iglesia les pregunta en el interrogatorio previo al consentimiento “estáis dispuesto a recibir generosamente los hijos y a educarlos según la ley de Dios y de la Iglesia”. Esta generosidad de los esposos debe incluir también la responsabilidad, aquella que Pablo VI llamó tan sabiamente “paternidad responsable”, pero este no es el momento de hablar de ello. Solo decir que el matrimonio cristiano hace presente en el mundo el amor generoso y desinteresado que Cristo tiene por la humanidad entera, que se entrega a cada ser humano sin medida ni reserva, sin esperar nada a cambio.

Para concluir nada mejor que unas palabras de Juan Pablo II en el discurso a la Rota Romana ya citado, no se me ocurre una mejor forma para acabar este artículo: “Bastará recordar que tampoco el matrimonio escapa a la lógica de la cruz de Cristo, que ciertamente exige esfuerzo y sacrificio e implica también dolor y sufrimiento, pero no impide, en la aceptación de la voluntad de Dios, una plena y auténtica realización personal, en paz y con serenidad de espíritu”.