“La Iglesia vive de la Eucaristía” este sacramento, como dice el Concilio, es el centro y culmen de la vida cristiana, por ello a lo largo de los siglos ha tenido la máxima protección contra los posibles abusos que se han intentado introducir. No es nuevo el problema de con qué especie de pan puede celebrarse. Durante un buen tiempo en ciertos países latinoamericanos se celebraba la eucaristía con pan de maíz, argumentando que la cultura de la zona utilizaba más este tipo de alimento y así la liturgia se adaptaba más a la realidad de los pueblos. La Iglesia respondió con claridad, no es posible cambiar la composición de la especie eucarística. Pero no es una “intransigencia”, sino que responde a un hecho querido por el Señor que la Iglesia no se siente autorizada a modificar. En la última cena, el Señor tomó pan y no cualquiera, es el pan que Dios en el éxodo mandó a su pueblo que comiese, junto al cordero, para celebrar la Pascua, el memoria de la salida de Egipto. (Ex 12,8). En la noche del Jueves Santo, Jesús da este signo hebreo una nueva significación: este pan ya no será para vosotros el recuerdo de la salida de Egipto, este pan es mi cuerpo que se entrega por vosotros.
Como os podéis dar cuenta, no se trata sólo de un elemento sin importancia, que puede ser cambiado a nuestro antojo ni siquiera por graves razones como las que defiende la madre del niño de Huesca, que ha salido en los medios de comunicación a descalificar a la Iglesia de “intransigente” porque el párroco no pueda quitarle el gluten al pan para que su hijo celiaco pueda hacer la comunión bajo esta especie.
Para que el sacramento se realice válidamente se requiere que las especies tengan unas ciertas características recogidas en el canon 924 del Código de Derecho Canónico que dice:
924 §1 El sacrosanto Sacrificio eucarístico se DEBE ofrecer con PAN y VINO, al cual se ha de mezclar un poco de agua.
§2 El pan HA DE SER EXCLUSIVAMENTE de TRIGO y hecho recientemente, de manera que no haya ningún peligro de corrupción.
§3 El vino DEBE SER natural, del fruto de la vid y no corrompido.
Cuando una cosa cualquiera sufre una modificación, por pequeña que sea, deja de ser eso para convertirse en otra diferente, aunque se le parezca. Si al agua, elemento natural del que todos conocemos sus propiedades, le agrego azúcar, el agua deja de ser natural y aunque parezca la misma ya no lo es. Lo mismo sucede con las especies eucarísticas, si al pan le quito el gluten, puede que parezca lo mismo pero no lo es. El pan sin gluten sufre una modificación significativa que cambia su esencia convirtiéndolo en algo diferente.
No se trata de una norma obsoleta que vaya contra nadie. Ni mucho menos discriminatoria. El pan ha de ser pan y el vino, vino para que se de válidamente el sacramento. No es necesario recordar que por las palabras eucarísticas pronunciadas por un sacerdote válidamente ordenado sobre el pan y vino, estas se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor y con ello tenemos delante la gracia sin medida de la Presencia Real de Cristo en medio de la comunidad Cristiana.
Es posible comulgar bajo la otra especie. Con vino natural, no mosto, que aunque se le parezca no es vino. Estoy convencido que una pequeña cantidad no le hará ningún daño a un niño celiaco. No se está pidiendo que el menor se beba un litro de vino, cosa que sí sería perjudicial para su salud y además se incumpliría la ley de no dar alcohol a menores.
No saquemos las cosas de quicio. Me parece que la discusión surgida a raíz de este suceso tiene otras intenciones y no precisamente las más nobles, con tal de dejar a la Iglesia como retrógrada e injusta. Seamos sensatos. Si estuviésemos un poco más educados en la fe, estas cosas se arreglarían más fácilmente, sin crispaciones ni discusiones, como ha sucedido a lo largo de siglos de historia eclesiástica.
lunes, 31 de marzo de 2008
viernes, 14 de marzo de 2008
La misión de santificar el siglo
Los españoles están inmersos en estas últimas semanas en el proceso de la campaña electoral para las elecciones del próximo 9 de marzo. Escoger el candidato y conocer sus programas es una tarea que requiere responsabilidad y criterio. La gran mayoría de los jóvenes prefiere tomar una actitud apática e indiferente ante lo que sucede en la vida política del país. Los que ya no son tan jóvenes, tratan de asumir la responsabilidad pero muchas veces se dejan influenciar por el ambiente polémico que rodea este tipo acontecimientos, en fin, todos de alguna manera toman posición tratando de ser coherentes consigo mismos.
Hay que recordar que los cristianos estamos en el mundo con una misión específica ser luz, sal y fermento, de modo que “Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16), luz que no quiere imponerse por la fuerza, sino que presta su humilde servicio muchas veces sin hacerse notar siquiera. La responsabilidad del cristiano en el mundo presente es, por tanto, de capital importancia. No voy a entrar aquí en el tema de los criterios para tomar una decisión electoral adecuada, para eso os remito al documento de la Conferencia Episcopal Española que nos ha dado suficiente claridad al respecto. Nuestro objetivo va por otro camino, presentaros un canon del Código de Derecho Canónico tal vez desconocido para muchos de vosotros, pero que os animará a asumir con seriedad vuestro deber constitucional del voto.
El texto del canon 225 §2 dice: “Tienen también el deber peculiar, cada uno según su propia condición, de impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico, y dar así testimonio de Cristo, especialmente en la realización de esas mismas cosas temporales y en el ejercicio de las tareas seculares.”
El §1 del canon dirá que este deber de los fieles cristianos laicos le viene “en virtud del bautismo y de la confirmación”, es decir, que no es un agregado a la vida de fe, sino que el deber de hacer presente en el mundo el espíritu evangélico forma parte integrante de su vida y misión, no como una táctica sociológica, sino como la forma específica de la vida de todo cristiano. Por tanto estar presente en el ámbito político, económico, científico, cultural es una tarea peculiar, propia, privativa de todos los laicos que vivimos en el mundo, pero sin ser del mundo.
Pero ¿de qué forma se debe realizar este “estar en el mundo”?: impregnando y perfeccionando el orden temporal. Las palabras tiene ya su propio peso específico, Impregnar quiere decir, según el diccionario, empapar, influir profundamente, no es sólo ofrecer un barniz que a duras penas cubra la superficie de la realidad impregnada. El cristiano debe también perfeccionar la vida del mundo. Dicha perfección tiene la medida dada por Cristo: “como es perfecto vuestro Padre del cielo”. Por tanto, un cristiano no puede ni debe vivir en el mundo de forma pasiva e indiferente, dichas actitudes van en contra de su misión más importante, llevar a los hombres a Cristo.
Ahora bien, ¿cómo se lleva a cabo este deber peculiar? El texto nos lo señala claramente “cada uno según su propia condición”. Los matrimonios, viviendo su vida conyugal según la voluntad de Dios es decir, siendo signo del amor de Cristo a su Iglesia. Recibiendo y educando a los hijos en la fe, formando los ciudadanos del mañana. Los solteros/as viviendo la propia vida laboral y profesional siendo testigos del amor de Dios a los hombres, sirviendo con generosidad y entrega en el ambiente laboral. Los jóvenes educándose con responsabilidad para formarse adecuadamente en el ambiente científico y cultural, siendo la alegría y la esperanza de un mundo mejor. Los acianos viviendo la madurez de la fe y trasmitiendo la experiencia que dan los años. Los investigadores, impregnando del verdadero humanismo las labores científicas, persiguiendo la verdad que nos hará libres. Resumiendo, viviendo en medio de las realidades diarias como lo haría Cristo, “amando a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Y muchos se preguntarán ¿qué tiene que ver todo esto con las próximas elecciones en España? Si tenemos el deber de impregnar y perfeccionar las realidades temporales, alguien que tiene que tomar la decisión de elegir a un candidato para que ocupe la presidencia del gobierno, lo hará con seriedad y responsabilidad, buscando en sus programas las propuestas que mejor defiendan el bien común y la verdadera justicia social. Pero también estamos llamados a impulsar y animar a aquellos fieles cristianos laicos, que se sienten llamados a intervenir en la vida política de su país y por que no, presentando su nombre y sus propuestas a la opinión pública. Estoy convencido que ahora más que nunca, se requieren políticos cristianos que estén dispuestos a ofrecer sus capacidades y conocimientos en un sector tan difícil pero a la vez tan influyente en la vida de una nación.
Hay que recordar que los cristianos estamos en el mundo con una misión específica ser luz, sal y fermento, de modo que “Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16), luz que no quiere imponerse por la fuerza, sino que presta su humilde servicio muchas veces sin hacerse notar siquiera. La responsabilidad del cristiano en el mundo presente es, por tanto, de capital importancia. No voy a entrar aquí en el tema de los criterios para tomar una decisión electoral adecuada, para eso os remito al documento de la Conferencia Episcopal Española que nos ha dado suficiente claridad al respecto. Nuestro objetivo va por otro camino, presentaros un canon del Código de Derecho Canónico tal vez desconocido para muchos de vosotros, pero que os animará a asumir con seriedad vuestro deber constitucional del voto.
El texto del canon 225 §2 dice: “Tienen también el deber peculiar, cada uno según su propia condición, de impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico, y dar así testimonio de Cristo, especialmente en la realización de esas mismas cosas temporales y en el ejercicio de las tareas seculares.”
El §1 del canon dirá que este deber de los fieles cristianos laicos le viene “en virtud del bautismo y de la confirmación”, es decir, que no es un agregado a la vida de fe, sino que el deber de hacer presente en el mundo el espíritu evangélico forma parte integrante de su vida y misión, no como una táctica sociológica, sino como la forma específica de la vida de todo cristiano. Por tanto estar presente en el ámbito político, económico, científico, cultural es una tarea peculiar, propia, privativa de todos los laicos que vivimos en el mundo, pero sin ser del mundo.
Pero ¿de qué forma se debe realizar este “estar en el mundo”?: impregnando y perfeccionando el orden temporal. Las palabras tiene ya su propio peso específico, Impregnar quiere decir, según el diccionario, empapar, influir profundamente, no es sólo ofrecer un barniz que a duras penas cubra la superficie de la realidad impregnada. El cristiano debe también perfeccionar la vida del mundo. Dicha perfección tiene la medida dada por Cristo: “como es perfecto vuestro Padre del cielo”. Por tanto, un cristiano no puede ni debe vivir en el mundo de forma pasiva e indiferente, dichas actitudes van en contra de su misión más importante, llevar a los hombres a Cristo.
Ahora bien, ¿cómo se lleva a cabo este deber peculiar? El texto nos lo señala claramente “cada uno según su propia condición”. Los matrimonios, viviendo su vida conyugal según la voluntad de Dios es decir, siendo signo del amor de Cristo a su Iglesia. Recibiendo y educando a los hijos en la fe, formando los ciudadanos del mañana. Los solteros/as viviendo la propia vida laboral y profesional siendo testigos del amor de Dios a los hombres, sirviendo con generosidad y entrega en el ambiente laboral. Los jóvenes educándose con responsabilidad para formarse adecuadamente en el ambiente científico y cultural, siendo la alegría y la esperanza de un mundo mejor. Los acianos viviendo la madurez de la fe y trasmitiendo la experiencia que dan los años. Los investigadores, impregnando del verdadero humanismo las labores científicas, persiguiendo la verdad que nos hará libres. Resumiendo, viviendo en medio de las realidades diarias como lo haría Cristo, “amando a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Y muchos se preguntarán ¿qué tiene que ver todo esto con las próximas elecciones en España? Si tenemos el deber de impregnar y perfeccionar las realidades temporales, alguien que tiene que tomar la decisión de elegir a un candidato para que ocupe la presidencia del gobierno, lo hará con seriedad y responsabilidad, buscando en sus programas las propuestas que mejor defiendan el bien común y la verdadera justicia social. Pero también estamos llamados a impulsar y animar a aquellos fieles cristianos laicos, que se sienten llamados a intervenir en la vida política de su país y por que no, presentando su nombre y sus propuestas a la opinión pública. Estoy convencido que ahora más que nunca, se requieren políticos cristianos que estén dispuestos a ofrecer sus capacidades y conocimientos en un sector tan difícil pero a la vez tan influyente en la vida de una nación.
lunes, 4 de febrero de 2008
Spe Salvi, una Escuela para aprender la Esperanza Cristiana
Quienes hemos seguidos la larga producción teológica del Papa Benedicto XVI estamos acostumbrados a la sencillez del lenguaje a la vez que conectamos con la profundidad de sus ideas. La nueva Encíclica no es excepción. Hablar sobre la Esperanza Cristiana en medio de una sociedad que ha perdido el sentido de la trascendencia y solo vive el “aquí” y el “ahora” ensancha el horizonte que la mentalidad antedicha ha tratado de sellar a cal y canto. Para qué invitar a los hombres a mirar al cielo como esperanza de vida si tiene lo que quiere aquí en la tierra. De alguna manera pensamos como lo hacía el ya acabado comunismo: pongamos una bóveda de cemento encima de nuestras cabezas, así nos comprometeremos con nuestros semejantes y haremos de este mundo algo más solidario. Pero éste idea resultó ser del todo desastrosa. Los países comunistas comprobaron en carne propia: un hombre sin esperanza no vive, no se compromete, ni mucho menos es solidario. Si vivimos sólo para esta tierra, pues no vale la pena sacrificarse por nada.
Es difícil seleccionar algo en concreto de lo que el Papa dice en el texto recién publicado, pero me gustaría detenerme en el punto número 33 de la Encíclica que dice lo siguiente:
“Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don]».
Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados.
Aunque Agustín habla directamente sólo de la receptividad para con Dios, se ve claramente que con este esfuerzo por liberarse del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para Dios, sino que se abre también a los demás. En efecto, sólo convirtiéndonos en hijos de Dios podemos estar con nuestro Padre común. Rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a reconocerlas también. « ¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta », ruega el salmista (19[18],13). No reconocer la culpa, la ilusión de inocencia, no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia, la incapacidad de reconocer en mí el mal en cuanto tal, es culpa mía. Si Dios no existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, porque no hay nadie que pueda perdonarme, nadie que sea el verdadero criterio. En cambio, el encuentro con Dios despierta mi conciencia para que ésta ya no me ofrezca más una autojustificación ni sea un simple reflejo de mí mismo y de los contemporáneos que me condicionan, sino que se transforme en capacidad para escuchar el Bien mismo”.
El contexto de este punto 33 al que tratamos de acercarnos un poco más, hace referencia a los lugares donde se puede aprender la Esperanza, en primer plano el Papa nos propone la Oración “como escuela de la esperanza”. En el número anterior la certeza de la compañía de Dios en la oración encuentra una nueva forma de expresión, la oración espera lo que suplica, “El que reza nunca está totalmente solo…” no hace el Papa un tratado sobre la oración, solo la pone en contacto con la esperanza de una manera muy sencilla y fácil de entender.
Pero entremos ya en materia y resaltemos las ideas que destacan:
Siguiendo las enseñanzas de San Agustín, el Papa definirá la esperanza como “el ejercicio del deseo”. Relacionar la esperanza con el deseo resulta ser muy beneficioso para nuestro entendimiento. Captamos mejor las acciones de los verbos que las demás formas gramaticales. Desear es un movimiento del alma hacia lo que le apetece, es un movimiento afectivo. De alguna manera hay que amar lo que se desea, esta forma de amar va unida al anhelo vehemente. El que desea no posee ya lo que desea, sino que lo anhela, lo espera. La oración será por tanto el ejercicio del alma que busca poseer lo que desea. Así las cosas, la oración, que el Obispo de Hipona pone ante nuestros ojos, es una forma activa esperar, es un “ejercicio” de amar (desear) a Dios, que no se posee en plenitud.
Nuestro ser está limitado por la fragilidad humana, herida por el pecado, ama (desea) de forma imperfecta, limitada si cabe. En nuestro corazón, afirma el santo, es estrecho para contener lo que se le entrega, por eso Dios retarda su don para ensanchar el deseo que a su vez ensancha el corazón para hacerlo capaz de Él. Ensanchar, dilatar, extender, aumentar la anchura. Nuestro corazón se acostumbra a contener cosas muy pequeñas, sentimientos, sensaciones, afectos, buenos todos pero que no logran colmar nuestro deseo de amor. Algunos lo llaman el “vacío afectivo” que todos llevamos en nuestra vida y que buscamos llenar con las cosas de este mundo (bienes, amores, sexo, poder, entre otras cosas). Lo malo no es la búsqueda desordenada de estas cosas, sino que ellas no “sacian”, al contrario empequeñecen nuestra vasija y la hacen incapaz de contener nada más. Dios, retardándose, ensancha el corazón, ayudando a vaciarnos de estas cosas y aumenta el espacio en el alma. La esperanza servirá pues de “dilatador” del alma estrecha por la pequeñez de las cosas que contiene.
El Papa termina el número 33 enseñándonos a rezar. Sus propuestas no son abstractas sino que nos invita a purificar las actitudes concretas a la hora de entablar un dialogo con Dios. En resumidas cuentas nos invita a tener en cuenta que:
No se puede rezar contra otro
No se puede pedir cosas superficiales y banales
Hay que liberarse de las mentiras ocultas con las que nos engañamos a nosotros mismos (tener conciencia de las propias limitaciones). Como ejemplo la oración del publicano en el templo.
Hay que escuchar al Bien mismo en lo íntimo de la conciencia.
Es difícil seleccionar algo en concreto de lo que el Papa dice en el texto recién publicado, pero me gustaría detenerme en el punto número 33 de la Encíclica que dice lo siguiente:
“Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don]».
Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados.
Aunque Agustín habla directamente sólo de la receptividad para con Dios, se ve claramente que con este esfuerzo por liberarse del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para Dios, sino que se abre también a los demás. En efecto, sólo convirtiéndonos en hijos de Dios podemos estar con nuestro Padre común. Rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a reconocerlas también. « ¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta », ruega el salmista (19[18],13). No reconocer la culpa, la ilusión de inocencia, no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia, la incapacidad de reconocer en mí el mal en cuanto tal, es culpa mía. Si Dios no existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, porque no hay nadie que pueda perdonarme, nadie que sea el verdadero criterio. En cambio, el encuentro con Dios despierta mi conciencia para que ésta ya no me ofrezca más una autojustificación ni sea un simple reflejo de mí mismo y de los contemporáneos que me condicionan, sino que se transforme en capacidad para escuchar el Bien mismo”.
El contexto de este punto 33 al que tratamos de acercarnos un poco más, hace referencia a los lugares donde se puede aprender la Esperanza, en primer plano el Papa nos propone la Oración “como escuela de la esperanza”. En el número anterior la certeza de la compañía de Dios en la oración encuentra una nueva forma de expresión, la oración espera lo que suplica, “El que reza nunca está totalmente solo…” no hace el Papa un tratado sobre la oración, solo la pone en contacto con la esperanza de una manera muy sencilla y fácil de entender.
Pero entremos ya en materia y resaltemos las ideas que destacan:
Siguiendo las enseñanzas de San Agustín, el Papa definirá la esperanza como “el ejercicio del deseo”. Relacionar la esperanza con el deseo resulta ser muy beneficioso para nuestro entendimiento. Captamos mejor las acciones de los verbos que las demás formas gramaticales. Desear es un movimiento del alma hacia lo que le apetece, es un movimiento afectivo. De alguna manera hay que amar lo que se desea, esta forma de amar va unida al anhelo vehemente. El que desea no posee ya lo que desea, sino que lo anhela, lo espera. La oración será por tanto el ejercicio del alma que busca poseer lo que desea. Así las cosas, la oración, que el Obispo de Hipona pone ante nuestros ojos, es una forma activa esperar, es un “ejercicio” de amar (desear) a Dios, que no se posee en plenitud.
Nuestro ser está limitado por la fragilidad humana, herida por el pecado, ama (desea) de forma imperfecta, limitada si cabe. En nuestro corazón, afirma el santo, es estrecho para contener lo que se le entrega, por eso Dios retarda su don para ensanchar el deseo que a su vez ensancha el corazón para hacerlo capaz de Él. Ensanchar, dilatar, extender, aumentar la anchura. Nuestro corazón se acostumbra a contener cosas muy pequeñas, sentimientos, sensaciones, afectos, buenos todos pero que no logran colmar nuestro deseo de amor. Algunos lo llaman el “vacío afectivo” que todos llevamos en nuestra vida y que buscamos llenar con las cosas de este mundo (bienes, amores, sexo, poder, entre otras cosas). Lo malo no es la búsqueda desordenada de estas cosas, sino que ellas no “sacian”, al contrario empequeñecen nuestra vasija y la hacen incapaz de contener nada más. Dios, retardándose, ensancha el corazón, ayudando a vaciarnos de estas cosas y aumenta el espacio en el alma. La esperanza servirá pues de “dilatador” del alma estrecha por la pequeñez de las cosas que contiene.
Y lo mejor de este número es la sencilla y cotidiana imagen del vinagre y la miel. Los acontecimientos de la vida llenan la existencia de vinagre: los miedos, las inseguridades, los fracasos, los rechazos, los pecados, los errores, la muerte. Factores que producen vinagre en mayor o menor cantidad según la propia experiencia. Los odios, los rencores, la búsqueda de la propia satisfacción, en fin, la lista podrías ser infinita de los grandes productores de vinagre. La miel, sin embargo es mucho mas escasa, se requiere trabajo y esfuerzo para producirla (sino que se lo pregunten a las abejas). Cuando el cristiano tiene un encuentro personal con el amor de Dios a su vida, se percata que su vasija ha sido un buen productor de vinagre que le ha amargado la existencia y que los momentos de dulzura han sido escasos. Dice San Agustín que “Dios quiere llenarte de miel”. Desea Dios nuestra felicidad más que nosotros mismos. La ternura de Dios hacia su creatura no tiene límite, el salmista lo afirma categóricamente “siente el Señor ternura por su fieles, por los que esperan en su misericordia”. Nuestras miserias nos ha producido amargura. En donde pensábamos que nuestras expectativas se podrían saciar, en realidad solo hemos cosechado amarguras. Esperar en la misericordia de Dios, en anhelar ser “vaciado” del vinagre de nuestros pecados y recibir la ternura de Dios que es su misericordia. San Pedro experimentó es su carne lo que significa este vaciamiento: con la mirada de amor de su Maestro su corazón se vació del vinagre de la traición y se lleno de la miel de la ternura de Jesús que lo “amó hasta el extremo”. En la escuela de la esperanza, Dios nos enseñará a vaciar el corazón para llenarlo de su presencia amorosa que colma todos los anhelos del hombre de todos los tiempos.
El Papa nos advierte que el trabajo de eliminar el vinagre para que Dios nos llene de la miel de su ternura es un “esfuerzo” que muchas veces resultará “doloroso”. Tenemos una idea muy elevada de nosotros mismos y creemos, pensamos que somos unas buenas abejas que vamos produciendo miel y repartiéndola a los que nos rodean, pero en realidad la miel que producimos es muy poca comparada con la cantidad de vinagre que mana del corazón. Casi nos tienen que obligar a entrar en nosotros mismos. Por propia voluntad viviríamos todo el tiempo fuera de nuestra vida, alienados en las diversiones externas. Dios nos ayudará en la escuela de la esperanza a aprender a conocernos y aceptarnos,:necesitados y limitados. Doloroso resulta el esfuerzo de sacar de la vida el vinagre producido para dejar el espacio a la miel. No es necesario recordar que la miel no se produce de forma silvestre sino que es un don de Dios, la miel es de Dios no es nuestra. Por lo tanto si algo de dulzura tenemos no es producción propia. Doloroso resulta aceptar esto, más cuando nos bombardean con los engañosos sofismas de la “autoestima”. La mejor estima es la que Dios tiene hacia nosotros, entregándonos a su hijo “en propiciación por nuestros pecados”.
El Papa termina el número 33 enseñándonos a rezar. Sus propuestas no son abstractas sino que nos invita a purificar las actitudes concretas a la hora de entablar un dialogo con Dios. En resumidas cuentas nos invita a tener en cuenta que:
No se puede rezar contra otro
No se puede pedir cosas superficiales y banales
Hay que liberarse de las mentiras ocultas con las que nos engañamos a nosotros mismos (tener conciencia de las propias limitaciones). Como ejemplo la oración del publicano en el templo.
Hay que escuchar al Bien mismo en lo íntimo de la conciencia.
Que esta pequeña aproximación os anime a leer la encíclica y dejaros sorprender por ella, no vale darse por bien servidos leyendo estas líneas. El que lo haga que sepa que se pierde de un magnífico texto que le ayudará a encontrase con la dulzura de la miel del amor de Dios manifestado en su Hijo Jesucristo.
El matrimonio cristiano
Los tiempos actuales apremian a los cristianos a revisar las concepciones sobre el matrimonio cristiano. No para cambiar sus fundamentos teológicos sino para revivir las verdades que desde siempre ha defendido la Iglesia con el fin de dar sentido a la realidad conyugal, que desde siempre ha existido. La crisis actual que atraviesa el matrimonio y la familia fue muy bien definida por el Papa Juan Pablo II en el discurso ala Rota Romana del 1 de febrero de 2001, en aquella ocasión el pontífice decía: “Uno de los desafíos más arduos que afronta hoy la Iglesia es el de una difundida cultura individualista que, como ha dicho muy bien monseñor decano, tiende a circunscribir y confinar el matrimonio y la familia al ámbito privado”.
¿Cuáles son las consecuencias de dicha privatización? Que cada persona puede configurar a su acomodo lo que piensa que es un matrimonio: facilidad de disolución, exclusión de los hijos, intereses personales. La finalidad del matrimonio en el panorama actual podría definirse como la búsqueda de la satisfacción afectiva sin tener en cuenta la necesidad de entregarse. La peor crisis del matrimonio radica en esto, cuando los conyugues no están preparados para amar a la otra persona por encima de sí mismo.
Una de las mejores definiciones de matrimonio la encontramos en el Código de Derecho canónico que repite la que dio el Concilio Vaticano II en la Constitución Gauden et Spes. Leamos el texto del Código, canon 1055 P1. “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados”. Sobre este canon se han escrito bibliotecas enteras porque el legislador ha condensado es pocas frases toda al teología al respecto. Sería muy largo de comentar este canon en tan pocas líneas por lo que me limitaré a subrayar brevemente algunas cosas. Un detalle curioso antes de entrar en materia, en el código de 1917 no contenía ninguna definición del matrimonio. En aquella época no era necesario, todos lo tenían bien claro, la sociedad de la época no dudaba en qué consistía el matrimonio, parece que ahora si lo necesitamos.
El matrimonio es definido por el legislador primeramente como una ALIANZA, quedan atrás la viejas discusiones sobre si es un contrato o una institución y el legislador recurre a una palabra muy bíblica además que expresa muy bien los que significa el matrimonio cristiano. Una alianza implica la unión de dos voluntades libres para un mismo fin. Lo primero que hay que subraya es la necesidad de la libre voluntad y otra cosa más al respecto, la voluntad interna debe coincidir con la manifestación externa de dicha voluntad. Sucede muy a menudo en nuestra condición humana, que simulamos, no siempre las cosas que queremos son las que decimos. Si el matrimonio lo constituye el consentimiento matrimonial, es decir la expresión pública de un deseo interno, entonces esta idea de la alianza resulta iluminadora para entender esta realidad natural.
Ahora veamos los elementos esenciales:
- consorcio para toda la vida
- entre un hombre y una mujer
- ordenado por su índole natural para: el bien de los cónyuges yla generación y educación de lo hijos
Solo voy a detenerme un momento en los fines del matrimonio, para que nos quede claro que no se puede cargar las tintas en ninguno de los dos por separado, la finalidad del matrimonio no es solamente la procreación, como se ha señalado con insistencia para contradecir la separación entre sexualidad y procreación. El matrimonio tiende también a propiciar el bien de los esposos. Habría que definir en qué cosiste este BIEN del que habla el canon. Baste con decir que el bien al que tiende todo cristiano es la unión con el creador, es decir la salvación traída por el misterio pascual de Cristo. Los esposos, a través de la alianza nupcial se unen al misterio de Cristo a través del amor conyugal a través de la cual se entregan y se reciben el uno al otro a la medida del don de la gracia, es decir amándose cono Cristo ha amado a la Iglesia, “hasta el extremo” Pero no olvidemos que el siguiente fin del matrimonio es la GENERACIÓN y EDUCACIÓN de los hijos. A los novios en el día de su boda, el ministro de la iglesia les pregunta en el interrogatorio previo al consentimiento “estáis dispuesto a recibir generosamente los hijos y a educarlos según la ley de Dios y de la Iglesia”. Esta generosidad de los esposos debe incluir también la responsabilidad, aquella que Pablo VI llamó tan sabiamente “paternidad responsable”, pero este no es el momento de hablar de ello. Solo decir que el matrimonio cristiano hace presente en el mundo el amor generoso y desinteresado que Cristo tiene por la humanidad entera, que se entrega a cada ser humano sin medida ni reserva, sin esperar nada a cambio.
Para concluir nada mejor que unas palabras de Juan Pablo II en el discurso a la Rota Romana ya citado, no se me ocurre una mejor forma para acabar este artículo: “Bastará recordar que tampoco el matrimonio escapa a la lógica de la cruz de Cristo, que ciertamente exige esfuerzo y sacrificio e implica también dolor y sufrimiento, pero no impide, en la aceptación de la voluntad de Dios, una plena y auténtica realización personal, en paz y con serenidad de espíritu”.
¿Cuáles son las consecuencias de dicha privatización? Que cada persona puede configurar a su acomodo lo que piensa que es un matrimonio: facilidad de disolución, exclusión de los hijos, intereses personales. La finalidad del matrimonio en el panorama actual podría definirse como la búsqueda de la satisfacción afectiva sin tener en cuenta la necesidad de entregarse. La peor crisis del matrimonio radica en esto, cuando los conyugues no están preparados para amar a la otra persona por encima de sí mismo.
Una de las mejores definiciones de matrimonio la encontramos en el Código de Derecho canónico que repite la que dio el Concilio Vaticano II en la Constitución Gauden et Spes. Leamos el texto del Código, canon 1055 P1. “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados”. Sobre este canon se han escrito bibliotecas enteras porque el legislador ha condensado es pocas frases toda al teología al respecto. Sería muy largo de comentar este canon en tan pocas líneas por lo que me limitaré a subrayar brevemente algunas cosas. Un detalle curioso antes de entrar en materia, en el código de 1917 no contenía ninguna definición del matrimonio. En aquella época no era necesario, todos lo tenían bien claro, la sociedad de la época no dudaba en qué consistía el matrimonio, parece que ahora si lo necesitamos.
El matrimonio es definido por el legislador primeramente como una ALIANZA, quedan atrás la viejas discusiones sobre si es un contrato o una institución y el legislador recurre a una palabra muy bíblica además que expresa muy bien los que significa el matrimonio cristiano. Una alianza implica la unión de dos voluntades libres para un mismo fin. Lo primero que hay que subraya es la necesidad de la libre voluntad y otra cosa más al respecto, la voluntad interna debe coincidir con la manifestación externa de dicha voluntad. Sucede muy a menudo en nuestra condición humana, que simulamos, no siempre las cosas que queremos son las que decimos. Si el matrimonio lo constituye el consentimiento matrimonial, es decir la expresión pública de un deseo interno, entonces esta idea de la alianza resulta iluminadora para entender esta realidad natural.
Ahora veamos los elementos esenciales:
- consorcio para toda la vida
- entre un hombre y una mujer
- ordenado por su índole natural para: el bien de los cónyuges yla generación y educación de lo hijos
Solo voy a detenerme un momento en los fines del matrimonio, para que nos quede claro que no se puede cargar las tintas en ninguno de los dos por separado, la finalidad del matrimonio no es solamente la procreación, como se ha señalado con insistencia para contradecir la separación entre sexualidad y procreación. El matrimonio tiende también a propiciar el bien de los esposos. Habría que definir en qué cosiste este BIEN del que habla el canon. Baste con decir que el bien al que tiende todo cristiano es la unión con el creador, es decir la salvación traída por el misterio pascual de Cristo. Los esposos, a través de la alianza nupcial se unen al misterio de Cristo a través del amor conyugal a través de la cual se entregan y se reciben el uno al otro a la medida del don de la gracia, es decir amándose cono Cristo ha amado a la Iglesia, “hasta el extremo” Pero no olvidemos que el siguiente fin del matrimonio es la GENERACIÓN y EDUCACIÓN de los hijos. A los novios en el día de su boda, el ministro de la iglesia les pregunta en el interrogatorio previo al consentimiento “estáis dispuesto a recibir generosamente los hijos y a educarlos según la ley de Dios y de la Iglesia”. Esta generosidad de los esposos debe incluir también la responsabilidad, aquella que Pablo VI llamó tan sabiamente “paternidad responsable”, pero este no es el momento de hablar de ello. Solo decir que el matrimonio cristiano hace presente en el mundo el amor generoso y desinteresado que Cristo tiene por la humanidad entera, que se entrega a cada ser humano sin medida ni reserva, sin esperar nada a cambio.
Para concluir nada mejor que unas palabras de Juan Pablo II en el discurso a la Rota Romana ya citado, no se me ocurre una mejor forma para acabar este artículo: “Bastará recordar que tampoco el matrimonio escapa a la lógica de la cruz de Cristo, que ciertamente exige esfuerzo y sacrificio e implica también dolor y sufrimiento, pero no impide, en la aceptación de la voluntad de Dios, una plena y auténtica realización personal, en paz y con serenidad de espíritu”.
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