Ilustres Jueces, Oficiales y colaboradores del Tribunal de la Rota Romana
La solemne inauguración de la actividad judicial de vuestro Tribunal me ofrece este año la alegría de recibir a sus dignos componentes: a Monseñor Decano, a quien agradezco el noble discurso de saludo, al Colegio de los Prelados Auditores, a los Oficiales del Tribunal y a los Abogados del Estudio Rotal. A todos dirijo mi cordial saludo, junto con la expresión de mi aprecio por las importantes tareas que atendéis como fieles colaboradores del Papa y de la Santa Sede.
Vosotros esperáis del Papa, al inicio de vuestro año de trabajo, una palabra que os sea de luz y orientación en el desempeño de vuestras delicadas tareas. Podrían ser muchos los argumentos en los que entretenernos en esta circunstancia, pero a veinte años de distancia de las alocuciones de Juan Pablo II sobre la incapacidad psíquica en las causas de nulidad matrimonial, del 5 de febrero de 1987 (AAS 79 [1987], pp. 1453-1459) y del 25 de enero de 1988 (AAS 80 [1988], pp. 1178-1185), parece oportuno preguntarse en qué medida estas intervenciones han tenido una recepción adecuada en los tribunales eclesiásticos. No es este e momento de hacer balance, pero está a la vista de todos el dato de hecho de un problema que sigue siendo de gran actualidad. En algunos casos se puede advertir por desgracia aún viva la exigencia de la que hablaba mi venerado Predecesor: la de preservar a la comunidad eclesial “del escándalo de ver en la práctica destruido en valor del matrimonio cristiano con la multiplicación exagerada y casi automática de las declaraciones de nulidad, en caso de fracaso del matrimonio, bajo el pretexto de una cierta inmadurez o debilidad psíquica del contrayente” (Alocución a la Rota Romana, 5.2.1987, cit., n. 9, p. 1458).
En nuestro encuentro de hoy me urge llamar la atención de los operadores del derecho sobre la exigencia de tratar las causas con la debida profundidad que exige el ministerio de la verdad y de la caridad que es propio de la Rota Romana. A la exigencia del rigor procedimental, de hecho, las alocuciones mencionadas anteriormente, en base a los principios de la antropología cristiana, proporcionan los criterios de fondo, no sólo para el cribado de los informes psiquiátricos y psicológicos, sino también para la misma definición judicial de las causas. AL respecto, es oportuno recordar de nuevo algunas distinciones que trazan la línea de demarcación ante todo entre “una madurez psíquica que sería el punto de llegada del desarrollo humano”, y la “madurez canónica, que en cambio es el punto mínimo de partida para la validez del matrimonio” (ibid., n. 6, p. 1457); en segundo lugar, entre incapacidad y dificultad, en cuanto “sólo la incapacidad, y no ya la dificultad en prestar el consentimiento y a realizar una verdadera comunidad de vida y de amor, hace nulo el matrimonio” (ibid., n. 7, p. 1457); en tercer lugar, entre la dimensión canónica de la normalidad, que inspirándose en la visión íntegra de la persona humana, “comprende también moderadas formas de dificultad psicológica”, y la dimensión clínica que excluye del concepto de la misma toda limitación de madurez y “toda forma de psicopatología” (Alocución a la Rota Romana, 25.1.1988, cit., n. 5, p. 1181); finalmente, entre la “capacidad mínima, suficiente para un consenso válido”, y la capacidad idealizada de una plena madurez en orden a una vida conyugal feliz” (ibid., n. 9, p. 1183).
Atendiendo a la implicación de las facultades intelectivas y volitivas en la formación del consenso matrimonial, el Papa Juan Pablo II, en la mencionada intervención del 5 de febrero de 1987, reafirmaba el principio según el cual una verdadera capacidad “es hipotizable sólo en presencia de una forma seria de anomalía que, se la defina como se la defina, debe afectar sustancialmente a las capacidades de entender y/o querer” (Alocución a la Rota Romana, cit., n. 7, p. 1457). Al respecto parece oportuno recordar que la norma jurídica sobre la capacidad psíquica en su aspecto aplicacional ha sido enriquecida e integrada también por la reciente Instrucción Dignitas connubii del 25 de enero de 2005. Esta, de hecho, para comprobar dicha incapacidad requiere, ya en el tiempo del matrimonio, la presencia de una particular anomalía psíquica (art. 209, § 1) que perturbe gravemente el uso de la razón (art. 209, § 2, n. 1; can. 1095, n. 1), o la facultad crítica y electiva en relación a decisiones graves, particularmente por cuanto se refiere a la libre elección del estado de vida (art. 209, § 2, n. 2; can. 1095, n. 2), o que provoque en el contrayente no sólo una dificultad grave, sino también la imposibilidad de hacer frente a los deberes inherentes a las obligaciones esenciales del matrimonio (art. 209, § 2, n. 3; can. 1095, n. 3).
Es esta ocasión, con todo, quisiera reconsiderar el tema de la incapacidad de contraer matrimonio, en la que el canon 1095, a la luz de la relación entre la persona humana y el matrimonio, y recordar algunos principios fundamentales que deben iluminar a los agentes del derecho. Es necesario ante todo redescubrir en positivo la capacidad que en principio toda persona humana tiene de casarse en virtud de su misma naturaleza de hombre o de mujer. Corremos de hecho el riesgo de caer en un pesimismo antropológico que, a la luz de la situación cultural actual, considera casi imposible casarse. Aparte del hecho de que esta situación no es uniforme en las diferentes regiones del mundo, no se pueden confundir con la verdadera incapacidad consensual las dificultades reales en que muchos se encuentran especialmente los jóvenes, llegando a admitir que la unión matrimonial sea impensable e impracticable. Al contrario, la reafirmación de la capacidad innata humana al matrimonio es precisamente el punto de partida para ayudar a las parejas a descubrir la realidad natural del matrimonio y la relevancia que tiene en el plano de la salvación. Lo que en definitiva está en juego es la misma verdad sobre el matrimonio y sobre su intrínseca naturaleza jurídica (cfr Benedicto XVI, Alocución a la Rota Romana, 27.1.2007, AAS 99 [2007], pp. 86-91), presupuesto imprescindible para poder aprehender y valorar la capacidad necesaria para casarse.
En este sentido, la capacidad debe ser puesta en relación con lo que es esencialmente el matrimonio, es decir, “la comunión íntima de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y estructurada con leyes propias” (Conc. Ecum. Vat. II, Cost. past. Gaudium et spes, n. 48), y, de modo particular, con las obligaciones esenciales inherentes a ella, que deben asumir los esposos (can. 1095, n. 3). Esta capacidad no se mide en relación a un determinado grado de realización existencial o efectiva de ña unión conyugal mediante el cumplimiento de las obligaciones esenciales, sino en relación al querer eficaz de cada uno de los contrayentes, que hace posible y operante esta realización ya desde el momento del pacto nupcial. El discurso sobre la capacidad o incapacidad, por tanto, tiene sentido en la medida en que se refiere al acto mismo de contraer matrimonio, ya que el vínculo creado por la voluntad de los esposos constituye la realidad jurídica del una caro bíblica (Gn 2, 24; Mc 10, 8; Ef 5, 31; cfr can. 1061, § 1), cuya subsistencia válida no depende del comportamiento sucesivo de los cónyuges a lo largo de la vida matrimonial. De lo contrario, en la óptica reduccionista que desconoce la verdad sobre el matrimonio, la realización efectiva de una verdadera comunión de vida y de amor, idealizada en el plano del bienestar humano, se convierte en esencialmente dependiente sólo de factores accidentales, y no al ejercicio de la libertad humana apoada por la gracia. Es verdad que esta libertad de la naturaleza humana , “herida en sus propias fuerzas naturales” e “inclinada al pecado” (Catechismo della Chiesa Cattolica, n. 405), es limitada e imperfecta, pero no por ello deja de ser auténtica y suficiente para realizar ese acto de autodeterminación de los contrayentes que es el pacto conyugal, que da vida al matrimonio y a la familia fundada en él.
Obviamente algunas corrientes antropológicas “humanistas”, orientadas a la autorrealización y a la autotrascendencia egocéntrica, idealizan de tal forma la persona humana y el matrimonio que acaban por negar la capacidad psíquica de muchas personas, fundándola en elementos que no corresponden a las exigencias esenciales del vínculo conyugal. Ante estas concepciones, los expertos del derecho eclesial no pueden no tener en cuenta el sano realismo al que hacía referencia mi venerado Predecesor (cfr Juan Pablo II, Alocución a la Rota Romana, 27.1.1997, n. 4, AAS 89 [1997], p. 488), porque la capacidad hace referencia al mínimo necesario para que los novios puedan entregar sy ser de persona masculina y femenina para fundar ese vínculo al que está llamado la gran mayoría de los seres humanos. De ahí sigue que las causas de nulidad por incapacidad psíquica exigen, en línea de principio, que el juez se sirva de la ayuda de peritos para asegurarse de la existencia de una verdadera incapacidad (can. 1680; art. 203, § 1, DC), que es siempre una excepción al principio natural de la capacidad para comprender, decidir y realizar la donación de sí mismos de la que nace el vínculo conyugal.
Obviamente algunas corrientes antropológicas “humanistas”, orientadas a la autorrealización y a la autotrascendencia egocéntrica, idealizan de tal forma la persona humana y el matrimonio que acaban por negar la capacidad psíquica de muchas personas, fundándola en elementos que no corresponden a las exigencias esenciales del vínculo conyugal. Ante estas concepciones, los expertos del derecho eclesial no pueden no tener en cuenta el sano realismo al que hacía referencia mi venerado Predecesor (cfr Juan Pablo II, Alocución a la Rota Romana, 27.1.1997, n. 4, AAS 89 [1997], p. 488), porque la capacidad hace referencia al mínimo necesario para que los novios puedan entregar sy ser de persona masculina y femenina para fundar ese vínculo al que está llamado la gran mayoría de los seres humanos. De ahí sigue que las causas de nulidad por incapacidad psíquica exigen, en línea de principio, que el juez se sirva de la ayuda de peritos para asegurarse de la existencia de una verdadera incapacidad (can. 1680; art. 203, § 1, DC), que es siempre una excepción al principio natural de la capacidad para comprender, decidir y realizar la donación de sí mismos de la que nace el vínculo conyugal.
Esto es lo que, venerados componentes del Tribunal de la Rota Romana, deseaba exponeros en esta circunstancia solemne a mi siempre tan grata. Al exhortaros a perseverar con alta conciencia cristiana en el ejercicio de vuestro oficio, cuya grande importancia para la vida de la Iglesia emerge también de las cosas que os he dicho, os auguro que el Señor os acompañe siempre en vuestro delicado trabajo con la luz de su gracia, de la que quiere ser prenda la Bendición Apostólica, que os imparto a cada uno con profundo afecto.